La gestión del tiempo

Ahora, los minutos se esfuman sin darnos cuenta.
 
Pasamos mucho tiempo hablando del poco tiempo que tenemos, de cómo gestionar nuestros aparatos electrónicos. El tiempo es motivo de inquietud.
 
¿Por qué se nos escapa el tiempo? ¿Esto pasa más que antes?
Se podría decir que el tiempo propio choca cada vez más con el tiempo social. Los griegos ya se quejaban de que el reloj de sol del ágora era una intrusión en el ritmo de la vida privada. Pero la homogeneización social del tiempo empieza con los trenes, cuando en 1830 se puso en marcha la línea Liverpool-Manchester, e irrumpe en la historia la puntualidad. Los trenes tenían horarios, pero no existía una hora común y esto causaba accidentes. Cada ciudad tenía su hora, en su campanario, y la idea de unificarla fue vista como una imposición de las máquinas.
Los “nuevos” inventos ─ tren, telégrafo, fotografía ─ comenzaron a comprimir el tiempo y espacio, y aparece hoy otro factor decisivo: lo simultáneo. La vivencia colectiva de la simultaneidad arranca a finales del siglo XIX. Entonces sólo era coetáneo el espacio cercano, de lo demás te enterabas mucho más tarde. Más allá del horizonte había diversos niveles de retraso. Hoy vivimos inmersos en un presente que nos ahoga, podemos estar esperando el subte en la estación, leyendo el diario por internet y a la vez contestar un mensaje de WhatsApp, mientras vemos imágenes en directo de un robot en Marte.
 
Esta exaltación del presente es un fenómeno nuevo. Antes el tiempo rey era el pasado, la tradición, incluso lo nuevo se enlazaba con lo antiguo — el Renacimiento — y había una proyección al futuro, en Occidente, por un relato cristiano de salvación. El pasado es muy manejable, se puede buscar al compañero de pupitre o a una exnovia, y almacenamos cantidades increíbles de datos. Al mismo tiempo, se consume el futuro: cuando nos endeudamos, o al destruir el medio ambiente para las próximas generaciones, por ejemplo. Ha muerto el largo plazo, todo es a corto: la coyuntura política, la remuneración salarial por objetivos. La destrucción de toda posible experiencia de continuidad crea angustia e inquietud, el mundo se ha quedado sin tiempo. Hay demasiada realidad, es muy penetrante, deja poco espacio y poco tiempo.
 
El mundo empezó a tener la sensación de que todo iba más deprisa con la Revolución Francesa, en 1789, porque la historia ya podía hacerse, quedaba en manos de la gente. En 1820 los médicos franceses ya diagnosticaban la nostalgia como una enfermedad, la primera asociada al tiempo. Luego es la revolución industrial la que exprime el uso del tiempo en sentido económico. El taylorismo, la organización científica de las fábricas, se especializa en buscar, desenterrar y anular reservas ocultas de tiempo libre. “Time is money” o el tiempo es dinero, dijo Benjamín Franklin en el siglo XVIII. Hoy esta coacción ya se la hace uno mismo con hojas de Excel, organizándose el tiempo por franjas de media hora. Luego Amazon te entrega el paquete hoy mismo. Kindle te dice cuánto tiempo tardarás en leer un libro. Un reloj mide tus pulsaciones cardíacas. El sociólogo alemán Hartmut Rosa habla de “inmovilidad frenética” y diagnostica de forma apocalíptica que nos hallamos ante un colapso entre la expansión tecnológica y la creciente sensación de que nunca conseguiremos los objetivos que nos planteamos.
 
Los expertos adelantan que un gran debate cultural del futuro será capitalismo digital acelerado contra desaceleración. El poder político, democrático, por ejemplo, se mueve con mucho retraso respecto al económico. Tras el derrumbe de 700 puntos del índice Dow Jones en 2010, con una pérdida de un billón de dólares, se tardaron cinco años en encontrar al responsable, un tipo de 36 años que lo hizo en pijama con la computadora de la casa de sus padres en Londres.
 
Es difícil imaginar cómo era la sensación interna del tiempo en el pasado. Los inuit esquimales no tienen una palabra que signifique “tiempo”. La luz, la luna, las estaciones, las migraciones de animales marcaban el ritmo de su vida. El tiempo es una duración de un antes y un después, y en medio, los intervalos, decía Aristóteles. Y hoy está desapareciendo el intervalo, los ratos en los que no sucede nada. La ciencia ha calculado que el tiempo de percepción del presente en la conciencia es de unos tres minutos. Quizá para un campesino medieval era un rato largo, pero ahora en ese lapso recibimos varios mensajes, contestamos otros, actualizamos diez veces la web que estamos viendo y mientras nos hacemos una foto y pensamos en lo que haremos luego.
 
La pregunta es dónde queda el tiempo propio, personal. Pensá en la última vez que te aburriste, por un corte de energía eléctrica, insomnio o en un aeropuerto. Ya es una experiencia rara. Safranski dedica un pensamiento muy interesante al aburrimiento, donde se produce “el encuentro paralizante con el puro pasar del tiempo”. El problema, obviamente, es existencial. Apagar el celular puede llegar a ser como cuando entrás en un hospital: aparece el tiempo y, por tanto, la muerte. Goethe predijo ya hace dos siglos que el hombre está hecho para vivir en “una situación limitada”, y que el vértigo de la anulación de distancias le haría desgraciado. La cantidad de estímulos e información supera con mucho la capacidad de respuesta, la acción.
 
En todo caso, San Agustín o Wittgenstein sí veían en vivir intensamente el presente la clave de la atemporalidad, de la eternidad. Boyhood (2014), la magnífica película rodada en el tiempo de la vida real de los actores, el protagonista dice al final: “El ahora es lo único que existe”. Hoy es difícil tener una sensación de eternidad, salvo quien tiene una hipoteca. Se impone pararse un rato a pensar. Y olvidarse a sí mismo, que es olvidar el tiempo, una bendición que da el arte o el amor. Wagner es capaz de levantar una experiencia estética total que anula el tiempo, una ópera de cinco horas, por ejemplo. Aunque hoy la experiencia artística es a menudo industria de entretenimiento (para que el tiempo pase).
Todo esto es nuevo para la humanidad y los más jóvenes viven ya en ese mundo nuevo. Manuel Cruz cuenta que en una clase sobre el concepto de generación preguntó a sus alumnos cuál sería el evento distintivo que les podría definir como tal, como generación del 68 o de la Transición española. Hubo desconcierto y al final uno respondió: la introducción de la tarifa plana de Internet.
 
Nota elaborada por el Lic. Fabián Cabrera, docente de CAMEeducativ@
 
IRAM

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